Excmo Ayuntamiento de El Barco de Ávila
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El Barco de Ávila
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Curiosidades

SANTISIMO CRISTO DEL CAÑO

Una tradición ininterrumpida nos ha dado a conocer que en las primeras claridades de una mañana del siglo XIII, varios caminantes cruzaban el puente romano arropados en sus capas de paño burdo, cuyas esclavinas habían echado sobre sus cabezas para protegerse de la lluvia invernal.

Al ir a tomar la dirección de Extremadura sus ojos se llenaron de asombro. Cerca del puente, a la margen izquierda del crecido caudal llegaba sobre las aguas del Tormes un Cristo de madera, de tamaño natural. Y allí quedó orillado, salpicándole el espumoso oleaje de la corriente las manos y los pies.

Ante este hecho, los privilegiados viajeros interrumpieron la andadura y avisaron a algunos vecinos, y estos a las autoridades de la localidad.

Enseguida voltearon las campanas y el suceso se propagó por doquier. El pueblo acudió masivamente al tiempo que un grupo de hombres ya rescataba de las aguas, con cuidado y reverencia, la imagen de marcado estilo visigótico, quizá soterrada durante la dominación sarracena en algún desconocido paraje ribereño.

En improvisada y emotiva procesión llevaron la escultura a la iglesia mayor, sostenida la cruz por los brazos turnantes y erguidos de una compacta juventud.

A la mañana siguiente la sorpresa fue excepcional en todo el vecindario. ¡El Cristo se hallaba en el mismo lugar de su aparición, al pie del lecho rocoso del río!.

Reiterado una y otra vez tan singular acontecimiento, creció en los barcenses el inaplazable compromiso de levantar en terrenos adyacentes una ermita que fuera trono y relicario de aquella divina predilección. Y así se construyó en el cruce de caminos la pequeña y humilde ermita del Humilladero, con tosco pedestal granítico y hornacina arqueada que todavía se conserva detrás del retablo actual.

En 1672 se amplió y reconstruyó el templo por el Concejo y Regimiento del Barco y por los donativos y legados testamentarios de numerosos fieles, terminándose la fachada principal y la bóveda y cúpula del segundo cuerpo de la Ermita.

Al abrir nuevos cimientos surgió en CAÑO de agua abundante que dio título a esta veneradísima imagen de Jesús.

Así fue creciendo el amor de los hijos del Barco al Santísimo Cristo del Caño, traducido en plegarias, pensamientos, miradas suplicantes, dedicaciones, visitas y rasgos penitenciales de pies descalzos y de rodillas que sabían subir torturadores peldaños. Manifestaciones que prueban la honda devoción que desde niños sintieron los barqueños por el Crucificado, a quien recurren y se encomiendan en sus gozos, angustias y tribulaciones.

Si el exvoto tiene además del simbolismo la concreción material del agradecimiento, las paredes de la Ermita han mostrado muchas veces, esta patente realidad: Lienzos pictóricos de Trujillano y de Solís, figurillas de cera, distintivos militares, primorosos bordados en oro y otros objetos de adorno y culto. A todo esto se han unido relatos milagrosos apoyados en el pincel o la fotografía cono el del prisionero de guerra en Francia, fugado en 1813 dentro de una vasija, caminando después setecientas leguas por países europeos hasta llegar a San Sebastian. O en el caso del habitante en tierras leonesas que se vio en el suelo recibiendo coces y pisotones de caballos encelados, saliendo ilesos del terrorífico percance; o el hecho de quedar con vida al caer al mar el avión desecho e incendiado que pretendía llegar a la Academia murciana de San Javier…

Fray Francisco Jiménez. Obispo de Teruel (en 1867) y don Ciriaco Mª Sancha, obispo de Ávila (en 1885) concedieron indulgencias "a quien rezare un credo y meditase en las escenas de la Pasión delante del Santísimo Cristo que bajo la advocación del Caño se venera en la ermita de la Villa del Barco".

Culmina esta devoción secular con las grandes solemnidades determinadas por el primer domingo de septiembre, destacando el magno desfile procesional evocado en estos versos:

No hay noche más hermosa
ni Luna más radiante,
ni ocaso que aprisione
más destellos de luz,
como el espacio dulce
de un viernes misterioso
que al Barco envuelve y guía
en brumas de emoción.

Si brillan los luceros,
si cantan las campanas,
si las candelas oran
con suave crepitar,
si en el cielo se funden
los fuegos y bengalas,
si el corazón se turba 
con ganas de llorar…
es que el Cristo del Caño
ya sale de su Ermita
y en la quietud del Tormes
la agónica mirada
se imprime en la tersura 
de un lienzo de cristal.

Sólo el viernes 2 de septiembre de 1932 se alteró sensiblemente la grandiosa manifestación de fe a causa de un informe enviado al Gobernador Civil de la provincia, pretextando alteración del orden público. El representante gubernativo en la capital abulense tomó una medida errónea y antipopular prohibiendo la procesión, pero El Barco no acató el agravioso mandato. En bloque marchó a la Ermita y a un impulso se abrieron las puertas que habían sido cerradas con llave, falleba y pasador.

Carente de protocolo se organizó la gran comitiva; no había anochecido. Fue la primera vez que no presidía el alcalde, ni el párroco, ni el juez. Con su gallardía estuvo presente el concejal republicano Antonio Guerras Neila, barcense valeroso que antepuso a cualquier represalia ejercida desde el poder, su amor al Santísimo Cristo.

Faltaron muchas cosas, pero los corazones barqueños las suplieron con unas buenas dosis de lealtad y fervor.

Cada año, tras continuas novelas en la parroquia, la imagen es bajada a su Ermita el último domingo de octubre. Allí se reproduce un rito muy tradicional: El clero, autoridades y fieles besan sus pies en un revuelo de murmullos y una inquietud de acercamiento. Luego los barqueños se ausentan con un deje de nostalgia, aunque a su Cristo no le abandonaran jamás.

EL ALCAIDE AHORCADO


No sabemos su nombre. Ni el día ni la hora en que el Alcaide expiró colgado del tercer arco de la puerta amurallada.

Todo en la historia no se ha escrito, y de lo mucho que se ha relatado, la mayor parte quedó inmersa en el olvido o destruida por la rapiña o la deslealtad.

Lo que sí nos dicen las crónicas es que al regresar de Flandes el Duque de Alba D. Fernando Álvarez de Toledo, envióle el Monarca a descansar a sus Estados, visitando su querida Piedrahita en el transcurso de 1578.

Entonces los sufridos habitantes del Barco pensaron en nombrar una comisión patrocinada por las fuerzas representativas del pueblo, con el único fin de poner en conocimiento del aristócrata los muchos agravios, las injusticias, las violaciones y atropellos de que eran víctimas los moradores de estas tierras por su representante y odiado alcaide del Castillo.

Tres hombres-buenos, mordidos por el temor; a veces  por el afán ardoroso de que resplandeciese la justicia y en ocasiones por ráfagas de un incontrolado sobresalto, se acercaron a Piedrahita. Llegaron al Alcázar piden audiencia para ser recibidos por el Conde del Barco.

- ¡Que pasen! Ordena con su peculiar autoridad.

Penetró la delegación en el suntuoso y a la vez severo aposento. Los barcenses se inclinan reverenciosos, se acercan a él, le besan la mano y le llaman emocionadamente Señor.

- ¿Qué os trae por aquí? ¿Qué os ocurre?

Entonces – dice Arrimadas – cuentan con todo detalle los cobros ilegales, los impuestos caprichosos; narran las felonías pasionales en la limpia honradez de las doncellas; los castigos físicos aplicados por su voluntad, hasta el extremo de ordenar se tirase al agua, desde el puente, a un pobre transeúnte acusado de un robo que nunca cometió…

El Duque, después de escuchar muy serio y pensativo a aquellos enviados, se levantó del sillón repujado, de leve almohada de terciopelo, y llamando a su capitan-ayudante, le ordenó: “Toma relación de los nombres y apellidos de estos mis vasallos”.

En medio de un silencio sobrecogedor cada uno facilita su primaria identificación.

Terminados esos instantes, el Duque se dirige a ellos y en tono enérgico les increpó: “Si es cierto cuanto me habéis denunciado, ahorco al Alcaide; más si no son verídicas vuestras quejas os ejecuto a los tres. Id con Dios”.

Si el viaje de ida estuvo arropado de temores, el regreso a la villa barqueña no estuvo exento de hondas preocupaciones.

Pasados pocos días envió el Duque a los corregidores de Alba y Piedrahita y a su Cámara para iniciar el proceso y emitir la sentencia.

El tribunal comprobó, a lo largo del sumario, la certeza de las acusaciones, poniendo de manifiesto los arteros desmanes del inculpado. Su comprobada maldad le condenó a la pena de muerte.

En la Plaza del Campillo formaron las fuerzas del Duque con lamentos de trompetas y redobles de tambores. El reo y la triste comitiva llegaron a la Puerta de la Villa, llamada de Piedrahita, tomando desde entonces el título del Ahorcado.

El exjefe del Castillo, que años atrás había recibido en ocasiones el homenaje del pueblo, se vio rodeado de gente que no tenía para él ni un gesto dulce, ni una breve frase de conmiseración. Subido en una tarima y rodeado su cuello por la soga se dio orden de retirar la madera de sus pies; pronto quedó inerte el cuerpo del alcaide, siendo izado desde la pequeña abertura rectangular del monumento, la que aún se puede contemplar.

Teniendo conocimiento de estos sucesos el Rey Felipe II escribió a Don Fernando una misiva en estos términos:

“Duque, he sabido mandaste ahorcar a un vecino del Barco; y en mis Estados nadie hace justicia más que el Rey”.

Contestóle muy subordinado el Duque de Alba: “Señor, la justicia del Barco se hizo en nombre de Vuestra Majestad y así consta en la sentencia y así lo iba pregonando el verdugo detrás del reo”.

Los siglos han pasado. Los torreones ahí están. El recuerdo de este hecho luctuoso permanece. La Puerta del Ahorcado fue escenario y patíbulo; convergencia de caminos donde la justicia sometió trágicamente a quien fue, por algún tiempo, un opresor de las gentes.

LA ESTANCIA DEL EMPERADOR

Carlos I de España y V de Alemania al abdicar la realeza en su hijo Felipe y traspasar la corona imperial a su hermano Fernando desembarcó en Laredo el 28 de septiembre de 1556.

El 6 de octubre salió con numeroso séquito de la villa santanderina camino de Yuste. Descansó 15 días en Valladolid, partiendo de la ciudad del Pisuerga el 4 de noviembre a las tres y media de la tarde. El 5 estuvo en Medina del Campo, donde en su honor el rico comerciante Dueñas quemó en el brasero unos cuantos palitos de canela.

El 6 entró en Horcajo de las Torres; el 7 durmió en Peñaranda de Bracamonte; el 8 en Alaraz; el 9 en Gallegos de Solmirón y el martes 10, a las doce y media de la mañana hizo su entrada en El Barco de Ávila.

Juan de Solís, el gran cronista de nuestro pueblo nos relata así el inusitado acontecimiento:

“Ya a la manecida bajaban todos los vecinos de la sierra y se movilizaron los del Barco, yendo muchos a pie y a caballo hasta cerca de La Horcajada, formándose apretadas filas desde la puerta de la Villa a los dos lados del antiguo camino de Castilla.

Al aparecer la comitiva con sus vanguardias de 40 alabarderos y su oficial, detrás la caballería, más de 90 flamencos, borgoñones e italianos, con el Conde de Beus M. de Huvermon, el secretario Quijada y buen golpe de servidores, las aclamaciones de estos pueblerinos fueron ensordecedoras.

Más al llegar el Emperador, conducido a ratos en una lujosa silla de manos, fue tal el asombro y la sensación de respeto, que todos enmudecieron y se arrodillaban. Don Carlos, son su natural bondad, les indicaba que se levantasen, dándoles muestras de su agradecimiento.

Como los Duques de Alba no estaban en El Barco, y además en el alcázar se encontraban las monjas de Aldeanueva, el Emperador se alojó en la casa de Los Gasca, donde aún conocí yo las cadenas que lo recordaban.

En El Barco se holgó en ver desde el puente pescar un buen número de truchas. Aquí recibió las colchas de pluma que le remitió su hija desde Valladolid. Tanto le agradaron, que mandó le confeccionara una larga bata de uno de aquellos edredones forrados de seda.

El Emperador que había llegado el martes, al mediodía, partió el miércoles a las cuatro de la tarde dirección a Tornavacas, a donde arribó pasadas las siete de la noche.

Aposentado en el monasterio de Yuste, el correo  que hacía servicio desde Valladolid a Lisboa le llevaba truchas y perdices del Barco, junto a abundantes regalos de nobles y plebeyos, destacando los muy delicados de nuestra Duquesa de Alba”.

SEÑORIO DE VALDECORNEJA


Valdecorneja es un territorio de la hoy provincia de Ávila comprendido en los siguientes límites:

Norte: Línea que baja por la Cuesta de las viña, llega a Casas de la Vega, Losar y Barquillo continuando por el cauce del Tormes hasta tocar la Sierra del Mirón.

Este: Puerto de Villatoro, Sierra de Villafranca y los altos de Navarredonda que se unen a Gredos.

Sur: Sierras Llana y Galín-Gómez.

Oeste: Puerto de Tornavacas, cima de la Hurraleda, Peña Negra y Cuesta de las Viñas. (Dejando fuera a la Zarza, Solana y Tremedal).

Valdecorneja circunscribía las villas o entrevías de Piedrahita, El Barco, Forcajada e Almirón, otras villas no muradas y más de 110 aldeas y lugares.

Desde los vetones, esta mancomunidad de tierras se sostuvo por siglos, formando a la Reconquista un codiciado feudo que Alfonso VI otorgó a su hija doña Urraca, Primera Señora de Valdecorneja.

Su hijo Alfonso VII fue el II titular de este Señorío, acompañándole nuestra enseña en la conquista de Almería.

Un año reinó Sancho III el Deseado, apareciendo en nuestra lista como III Señor de Valdecorneja.

Fue Alfonso VIII el IV Señor, al cual tantos favores deben El Barco y Piedrahita y a quien tan lealmente jóvenes de nuestra zona, incluso en la batalla de las Navas de Tolosa.

Como V Señor de esta serie figura Enrique I de Castilla.

Ocupó el título VI, por poco tiempo, la ilustre Doña Berenguela, quien abdicó a favor de su hijo y murió en el monasterio de las Huelgas.

Fernando III, el Santo, está situado como Señor nuestro en VII lugar.

En el año 1252 ostentó el cargo de VIII Señor Alfonso X el Sabio. Y es este Monarca de “dignidad imperial” restablecedor de la Universidad de Salamanca y escritor de bellísimas cantigas el impulsor de cambiar de dominio el Señorío de Valdecorneja pasando esporádicamente estos pueblos a la pertenencia del Estado.

El infante don Felipe recibe el territorio de su hermano Alfonso. En los regios salones de nuestro Castillo es entronizado como IX Señor.

Con la cronología décima aparece el rebelde Don Alonso, quien ostenta los riesgos y las prebendas del Señorío desde 1261 a 1286.

Fernando IV el Emplazado usurpa las regalías y derechos con el título XI.

Continúa la relación de los Señores de Valdecorneja con cifras ordinales que abarcan del duodécimo al vigésimo lugar: Alfonso de la Cerda; Lope de Haro; Diego López Díaz; el infante Felipe, hijo de Sancho el Bravo; Sancho Señor de Cabrera, el Rey Alfonso XI, Pedro I, el infante don Juan y Enrique II.

En está época comienza el feudo de los Álvarez de Toledo, ya que el 11 de mayo de 1366 el Rey pide a don García Álvarez de Toledo cambie a don Gonzalo Mexía al maestrazgo  de Santiago, dando el soberano en compensación el Señorío de Valdecorneja, el de Oropesa y una renta de 50.000 maravedís. Desde aquel día perteneció el Señorío de Valdecorneja, plenamente laical y fuera de la Corona a tan ilustre linaje.

Se suceden los nombres de García, Fernán, Ferrán Conde de Alba de Tormes; primer Duque de Alba; Fabrique, Fernando, Antonio, Francisco, María Teresa… la casa de Berwick…

Si en 1756 se pidió la abolición del Señorío de Valdecorneja siendo concedida y ejecutada en 1804 y no alcanzada la plenitud hasta 1838, desde esa última fecha el Duque de Alba – que a sus numerosos títulos añade los de Conde del barco y Señor de Bohoyo y la Horcajada – no tuvo jurisdicción, ni vasallaje, ni alcabalas, ni portazgo y peaje, ni la ofrenda de carneros, perdices y gallinas; ni la pesca de los charcos vedados del Tormes, porque todo había revertido a la Corona de España.

 
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